Los moros conquistaron la Hispania goda tan rápido y fácilmente, que se
confiaron y se durmieron en los laureles. Solo siete años después de la
tragedia de Guadalete, unos cuantos caballeros godos se amotinaron en el
norte y fundaron allí su propio reino independiente, el de Asturias.
Aquel mismo siglo, los francos, que temían otro Poitiers –la batalla
donde Carlos Martel consiguió detener a la morisma en su cabalgada hacia
París–, cruzaron los Pirineos y crearon la Marca Hispánica, un conjunto
de condados defensivos para que, en caso de invasión, fuesen los
hispanos y no ellos quienes se llevasen el primer palo. Los franceses,
siempre tan previsores.
Entre unos y otros, a comienzos del siglo X los cristianos estaban
atrincherados en la franja norte de la península y no había manera de
sacarlos de ahí. Además, como pasaban muchas necesidades, sus reyes se
encalabrinaban con cierta frecuencia y organizaban expediciones de
saqueo al rico emirato de Córdoba, que se había quedado con la mejor
parte del pastel y nadaba en la abundancia. Los de la Marca, acobardados
por la poderosa taifa zaragozana, se aventuraban poco más allá de la
ladera sur del Pirineo y de las serranías catalanas. Los asturianos, sin
embargo, tenían más campo para correr.
Sabían que moros, lo que se dice moros, no había hasta Toledo; así que,
aprovechando que el enemigo comparecía poco y mal, se fueron asentando
en la submeseta norte hasta la orilla derecha del Duero. En el año 853
Ordoño I de Asturias reconquistó León, una vieja ciudad romana
despoblada que había servido de sede a la Legio VII Gemina, que es de
donde le viene el nombre, y no del felino. Años después su hijo, Ordoño
II, la convertiría en capital del reino. Pero antes de que eso sucediese
los asturianos, que iban sobrados de fuerzas, se internaron más al sur y
arrebataron a los moros, en el año 893, un pequeño pero estratégico
enclave en el tramo medio del Duero.
Se trataba de Zamora, encaramada en un altozano desde el que se
dominaba el curso del río. Por esos mismos años, un tal Diego Porcelos,
conde de Castilla y feudatario del rey de León, levantó una fortaleza a
orillas del río Arlanzón a la que se empezó a llamar Burgos. La línea
iba bajando lentamente ante la mirada medio atónita, medio irritada de
los emires cordobeses, que no terminaban de explicarse por qué, a pesar
de gobernar el principado más opulento de Europa, no hacían más que
ceder terreno en su frontera septentrional.
Abderramán
III, que llegó al poder en el año 929, conocía la razón. El emirato
parecía mucho sobre el mapa, pero luego, a la hora de la verdad, se
quedaba en nada. La autoridad del emir apenas traspasaba los muros de
Córdoba. En el resto de Al Ándalus cada uno cumplía con la vieja
costumbre española de hacer de la capa propia un sayo. Los caudillos
árabes consumían más tiempo peleándose entre ellos o con los bereberes
que preocupándose de la amenaza cristiana, que, por supuesto, no tenían
como tal. A fin de cuentas, los harenes andalusíes estaban llenos de
doncellas cristianas que habían sido entregadas como tributo. ¿Quién iba
a tener miedo de alguien que entrega a sus propias mujeres para comprar
la paz?
El nuevo emir –hijo, por cierto, de una concubina cristiana– se
proclamó califa y planeó una gran ofensiva en el valle del Duero. Algo
de tal calibre que obligaría a los envalentonados cristianos a
refugiarse de nuevo en los remotos valles del Cantábrico. Llamó a la
guerra santa y reunió un ejército colosal formado por unos cien mil
hombres. Al frente del mismo abandonó Córdoba a comienzos del verano de
939. La victoria era segura, tanto que dejó dicho al imán de la mezquita
que cada día entonase desde el minarete una oración en acción de
gracias a Alá por poner fin a la molesta rebelión cristiana. Una
rebelión que personificaban mejor que nadie el pesadísimo rey de León y
su correoso vasallo castellano.
No había nada que temer. Dos años antes, con muchos menos hombres,
había conseguido que, nada más llegar a Calahorra, la reina Toda de
Navarra se pusiese de rodillas ante él sin necesidad de presentar
batalla. En León, por el contrario, le habían dado para el pelo. Los
castellanos sorprendieron a sus tropas acampadas cerca de Osma,
propinándoles una humillante paliza que hizo salir despavoridos a los
soldados del califa.
Esta vez iba a ser diferente. Para empezar, la máquina de la propaganda
estaba debidamente engrasada. El califa se encargó de poner un nombre a
la expedición, la llamó campaña del Poder Supremo. Luego estaba la
cuestión militar. Los leoneses nunca se habían medido contra un ejército
semejante, de hecho ni siquiera lo habían visto, y ahora no iban a
cogerle desprevenido como en Osma. Reabastecido en Toledo, Abderramán se
dirigió al norte cruzando el Guadarrama. El objetivo era Zamora, que,
una vez en sus manos, le pondría en bandeja el reino leonés al sur de la
cordillera cantábrica.
Ramiro II pronto supo lo que se avecinaba y mandó aviso al conde de
Castilla, Fernán González, y a García Sánchez, rey de Navarra
(probablemente avergonzado por el numerito que había hecho su madre en
Calahorra), para que enviasen refuerzos urgentemente. El plan era atraer
a los moros hasta Simancas, una plaza fortificada junto al Pisuerga
relativamente fácil de defender. Allí se reunieron los soldados llegados
desde todos los puntos del reino de León, desde Navarra y unos cuantos
aragoneses a modo testimonial.
No
nos han llegado detalles de la batalla, básicamente porque en aquel
entonces los cronistas se dedicaban a componer ditirambos para los reyes
y a contar mentiras al por mayor. Lo que sí sabemos es que, poco antes
de que empezase, hubo un eclipse total de sol, que debió de ejercer un
gran impacto sobre el ánimo de los combatientes. Tanto el cronista moro
como el cristiano lo citan, así que debe de ser verdad. Además, los
astrónomos modernos han calculado que el eclipse se produjo exactamente
el 19 de julio de 939.
Días después del eclipse, repuestos del susto y hechas las oraciones de
desagravio pertinentes, moros y cristianos se liaron a palos. Parece
que la estrategia seguida por Ramiro fue la de resistir a toda costa en
el castillo de Simancas y hostigar al ejército de Abderramán
aprovechando el conocimiento del terreno. La tropa mora era muy
numerosa, pero probablemente estaba mal avenida, lo que facilitó las
cosas a los cristianos, que eran menos pero más compactos y
disciplinados. Al final, después de cinco días de combate, Abderramán
ordenó la retirada. Los leoneses, que no habían tenido suficiente, le
persiguieron hasta un barranco, el de Alhándega, donde se apoderaron de
la tienda del califa, haciéndose con un botín de gran provecho.
Abderramán salió con vida de milagro y volvió a Córdoba con la cabeza
gacha. Ajustició a los que consideraba responsables de la derrota y
decidió no volver a encabezar una expedición guerrera. La noticia voló
por todo el orbe cristiano. Hasta en Roma se hicieron eco de ella. Los
castellanos aseguraron que San Millán había bajado de los cielos espada
en mano para ayudarles en el fragor de la batalla, por lo que decidieron
convertirle en su patrón, cosa que sigue siendo hoy, mil y pico años
después. Los leoneses barrieron para casa diciendo que el que se había
aparecido era Santiago por segunda vez –la primera fue en Clavijo– a
lomos de su caballo blanco. Caprichos de la historia, el poder supremo
al que había impetrado el imán de la mezquita de Córdoba al final parece
que favoreció a los cristianos.
Con o sin ayuda de arriba, los cristianos se apuntaron en Simancas una
victoria decisiva. El reino de León fijó su frontera en el Duero y pudo
bajar sin contratiempos hasta las sierras carpetovetónicas, fundando
ciudades y levantando castillos. Para el cambio de milenio la España
cantábrica le llevaba ya dos palmos de ventaja a la pirenaica. En ello
tuvo mucho que ver aquella batalla de Simancas, donde se ganó el Duero
por mucho que por allí cerca pase el Pisuerga.
Autor: Fernando Díaz Villanueva
Web: http://historia.libertaddigital.com/simancas-la-conquista-del-duero-1276239485.html