La Conferencia Episcopal, la Santa Sede, las intrigas vaticanas y los partidos políticos quedan lejos. Sólo internet une con el mundo a los monjes del monasterio. Unos monjes que viven exclusivamente para guardar un tesoro divino.
La biblioteca es la estancia de más valor del monasterio, un altar dedicado al saber.
Entrar en este santasantorum es una gracia. Y yo quería ardientemente ver un códice. La biblioteca es blanca y luminosa. Huele a libros limpios. El abad nos precede y nos conduce ante una caja con forma de libro. Estaba posada al lado de otro volumen pequeño, como un antiguo misal, y dos tomos más, uno marrón oscuro y otro casi negro. En ese momento no hubiera sabido qué escoger. El abad me miró con ternura y me ofreció una silla frente a la mesa que contenían los libros. Cogió la caja y dijo: "Es la pieza más preciosa. No la volveré a abrir posiblemente nunca más".
Con la delicadeza de un joyero que muestra una sortija única, fue abriendo la caja. Dentro, envuelto en una tela blanca y atado con cintas de seda, había un libro. El abad lo tomó con esmero y lo colocó sobre la mesa. Miró al archivero de Lazkao y me ofreció el tesoro: "Es un Esmaragdo".
Posé despacio las manos y fui sintiendo la letra como si la tinta fuera entrando por las yemas de los dedos. Era una letra gótica perfecta en negro. Las iniciales de cada capítulo estaban en rojo con minuciosos dibujos.
-"Es vitela. Sólo hay otro en el mundo".
Empecé a leer emocionada:
Se acabó este códice el día tercero de los idus de mayo (13 de mayo), en sábado en la era DCCCCXCIIA (año Xto. 954) del curso lunar XXIIº, luna nona. Reinando el rey Ordoño en León y el conde Fernán González en Castilla. Deo gratias.
Con verdadera veneración, fui pasando las páginas. Temía el roce, hasta del aire. Podía leer y entender cada palabra escrita en latín. El libro es un comentario de la regla de San Benito. Había sido restaurado con inmenso esmero y aparecía medio encuadernado para que se pudiera ver el original primitivo y su estructura. Miré al abad con agradecimiento.
-"Es una joya de incalculable valor", me dijo.
Sentí un amor intenso hacia aquel códice que volvería a dormir, en su justa temperatura y bajo todas las cámaras de seguridad imaginables, el sueño de siglos.
Fueron unos instantes como de otro tiempo. Sentí en los miembros de mi cuerpo el esfuerzo de aquel copista que había escrito, durante cientos de horas y años, aquel libro para que yo, más de mil años después, lo pudiese leer. Noté la curvatura de la espalda sobre el pergamino, la preparación de aquellas vitelas que monjes benedictinos, con grandes esfuerzos, habían logrado que fueran suaves. Cada página era vitela, un aborto de cordero. Algo inexplicable para nuestra mentalidad. La suavidad era imposible sin el sacrificio de infinidad de fetos de corderillos. Un libro era un rebaño nonato. Un rebaño que iba a pacer envuelto en letras para permanecer en la eternidad de la sabiduría. El abad Jesús, un sabio alimentado por la ciencia del estudio silencioso, sonrió al ver el efecto que el códice había ejercido en mí. Volvió a envolver con delicadeza el códice y cerró la caja. Después me mostró otro códice en vitela más fina.
-"Este es posterior. Es la francesa. Parece un misal del mismísimo siglo XIII, pero es una Biblia".
A su lado, otro tesoro que describe la creación del mundo por Dios. Seguido me enseñó el Libre Chonicarum (libro de las crónicas o suplemento de las crónicas). Un libro de 1493 -editado en Nuremberg- que estaba considerado el mejor incunable con figuras. Los dibujos y la impresión son tan exquisitos que parecen copias del momento.
-"Se cree que las figuras pueden ser del propio Durero o de un alumno de él".
El cuarto libro era una historia de América. Los dibujos minuciosos representaban las batallas con los nativo desnudos y los guerreros españoles con armaduras y caballos. Guerras desproporcionadas y crueles. En cada grabado, como fotografías, se podían contar los soldados en formación.
Las palabras no sirven de nada. Todos los adjetivos que intente utilizar son meros adornos que no encuentra en las letras el equivalente necesario. El benedictino del monasterio de Lazkao también se mostraba emocionado. Había sido intermediario y garante ante el abad del Monasterio de la Valvanera. Sentí algo muy parecido a la fe que me removía las entrañas. Toda aquella biblioteca entre montañas, una virgen menuda con cara de valquiria, unas vidrieras que bailaban con los colores al pasar los rayos de sol… Allí estaba Dios.
El abad rompió el silencio con el tintinear de las llaves que iban cerrando los diferentes departamentos de la biblioteca. No pude ver, ni lo pretendía, dónde quedó el Esmaragdo.
Texto: Carmen Torres Ripa
URL: http://www.deia.com/es/impresa/2008/04/06/bizkaia/iritzia/456808.php
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